"Dedicado a Sofía, cuya belleza e inteligencia me inspiraron para escribir este relato"
La pequeña postal andaba escondida entre varios libros y el nerviosismo por hallarla iba in crescendo. Estaba metida entre las páginas de un antiguo cuaderno de la Universidad. Cuando al fin pude contemplarla dejé por un momento de respirar: me di cuenta entonces de que aquella imagen me había estado esperando desde siempre. Incluso sentí la fuerza y el amor con la que August Macke la había pintado.
Me recosté en el sillón con la postal entre mis ajados dedos y suspiré…
Ya había visto antes “Rotes Haus im Park” y había oído sobre Macke, sin embargo, nunca me había atrevido a desentrañar los rincones de mi alma con aquella imagen de mi infancia. Cerré los ojos y aquellos bellos colores expresionistas seguían allí, el atardecer se difuminaba y las primeras luces de la noche iban cercando el verdor del camino, pero en mi presente estaban iluminados por la luz matinal que se escurría desde mi ventana. Sin duda, la pintura desparramaba ante mí la belleza insólita de un sendero, lo cual siempre es un comienzo o un sumergirse en recuerdos que se mueven sigilosos….
Era el principio de la primavera de 1914, los días se iban haciendo más largos y soberbios. Bajo un luminoso crepúsculo, August Macke volvía a casa respirando el aire fresco que envolvía la Alameda. No quería seguir sentado en aquel Café lleno de humo escuchando cómo los demás discutían sobre la inminente guerra. Con las manos en los bolsillos caminaba divertido sorteando las piedrecitas que iba encontrando. Espontáneo como cualquier chico de veintisiete años.
Por un momento se detuvo en seco. A pesar de que el frío se hacía evidente, y el cielo se oscurecía por instantes, sintió una agradable calidez en su corazón: un espléndido sendero se abría paso ante él. Sus formas irregulares, su tacto a tierra seca y rojiza lo convertían, si cabe, en uno de los parajes más bellos que recordaba. Ancho, acotado por la frondosa arboleda y los matorrales que peinaban sus límites en caprichosas formas, las infinitas pinceladas verdes y cobrizas que escoltaban la vereda parecían al mismo tiempo acariciar su alma. August entornó levemente los ojos: trataba de grabar aquellos colores magníficos en su retina. La casa del fondo hermosa de tejados bermejos se ensalzaba esbelta y orgullosa entre el espesor. Las luces de sus ventanas delataban que ya era la hora de cenar. Adivinó que eran las espléndidas lámparas de sus salones y dormitorios. Había un inmenso silencio, pero se escuchaba lejano el murmullo alegre del tintineo de platos y cubiertos. Deseó estar en ese momento allí dentro. Por extraño que pareciera, August Macke sintió entonces mucha paz y felicidad.
Sendero de belleza infinita
Te abres con tanta dulzura ante mí
Que rozar tu senda bajos mis pies
Grabaría en mí eternas huellas templadas
Me duele dejarte de lado y no cruzar tu umbral
No confundirme con tus purpúreas curvas
Y acabar fundido en las doradas luces de tu noche
Algo cabizbajo dio media vuelta y, sin hacer el menor ruido, se dirigió a la salida del parque por otro camino. Miraba absorto de frente, como no queriendo que ninguna otra visión borrara la escena que acababa de vivir. Yo lo miré por un instante y pasé junto a él con mi bicicleta de niña de doce años. Pedaleé con más fuerza: era tarde, casi la hora de cenar y hacía ya bastante frío. Me dirigía a la casa de mi abuelo, quedaba aún un último trecho. El caminito rojo, así lo llamábamos. Cerré los ojos. Me conocía el sendero de memoria. Extendí los brazos y noté el frescor en mi piel y las ramas de los árboles acariciar las palmas de mis manos, había algunas piedras y hoyos, así que volvía a sujetar el manillar…Era el último trecho hacia mi destino. Tan feliz era que no pensé en nada más.
En aquellos días no supimos más de aquel joven pintor, salvo que mi abuelo se sintió muy orgulloso de ver su casa en aquel cuadro, ¡claro que él nunca entendió lo del Expresionismo y ni siquiera había escuchado que existía Der Blaue Reiter!.
Tras la primavera, el verano revistió el parque de un cálido dorado, la casita brillaba aún más con los rayos del sol. Mi abuelo deseó que August volviera por allí para plasmar aquellos nuevos tonos y enseñarle nuevos ángulos de su casa. Pero no regresó más. Antes de llegar el otoño, August murió en la guerra, dejando huérfano a aquel sendero en el Parque. Los árboles del otoño lloraron su ausencia con lágrimas de hojas secas que caían incesantes. No recuerdo una estación tan triste y ver pasar a la gente tan abatida, quizás era también porque vivíamos en plena guerra. El abuelo también falleció tiempo después, nos expropiaron la casa y yo olvidé mi bicicleta yaciendo oxidada en el trastero.
Al paso de los años, en mi época de estudiante universitaria, pude recuperar aquella imagen y aquel camino a través de la postal que tengo hoy en mis manos. Un sendero en el que se entrelazaron, una tarde de primavera, los sueños inacabados de un joven artista con los de una niña en bicicleta que llegaba tarde. Aún hoy, a mis años, sigo creyendo que el destino se esconde detrás de la intensa brevedad de momentos tan felices como aquel que vivió August Macke al caer la tarde.
La pequeña postal andaba escondida entre varios libros y el nerviosismo por hallarla iba in crescendo. Estaba metida entre las páginas de un antiguo cuaderno de la Universidad. Cuando al fin pude contemplarla dejé por un momento de respirar: me di cuenta entonces de que aquella imagen me había estado esperando desde siempre. Incluso sentí la fuerza y el amor con la que August Macke la había pintado.
Me recosté en el sillón con la postal entre mis ajados dedos y suspiré…
Ya había visto antes “Rotes Haus im Park” y había oído sobre Macke, sin embargo, nunca me había atrevido a desentrañar los rincones de mi alma con aquella imagen de mi infancia. Cerré los ojos y aquellos bellos colores expresionistas seguían allí, el atardecer se difuminaba y las primeras luces de la noche iban cercando el verdor del camino, pero en mi presente estaban iluminados por la luz matinal que se escurría desde mi ventana. Sin duda, la pintura desparramaba ante mí la belleza insólita de un sendero, lo cual siempre es un comienzo o un sumergirse en recuerdos que se mueven sigilosos….
Era el principio de la primavera de 1914, los días se iban haciendo más largos y soberbios. Bajo un luminoso crepúsculo, August Macke volvía a casa respirando el aire fresco que envolvía la Alameda. No quería seguir sentado en aquel Café lleno de humo escuchando cómo los demás discutían sobre la inminente guerra. Con las manos en los bolsillos caminaba divertido sorteando las piedrecitas que iba encontrando. Espontáneo como cualquier chico de veintisiete años.
Por un momento se detuvo en seco. A pesar de que el frío se hacía evidente, y el cielo se oscurecía por instantes, sintió una agradable calidez en su corazón: un espléndido sendero se abría paso ante él. Sus formas irregulares, su tacto a tierra seca y rojiza lo convertían, si cabe, en uno de los parajes más bellos que recordaba. Ancho, acotado por la frondosa arboleda y los matorrales que peinaban sus límites en caprichosas formas, las infinitas pinceladas verdes y cobrizas que escoltaban la vereda parecían al mismo tiempo acariciar su alma. August entornó levemente los ojos: trataba de grabar aquellos colores magníficos en su retina. La casa del fondo hermosa de tejados bermejos se ensalzaba esbelta y orgullosa entre el espesor. Las luces de sus ventanas delataban que ya era la hora de cenar. Adivinó que eran las espléndidas lámparas de sus salones y dormitorios. Había un inmenso silencio, pero se escuchaba lejano el murmullo alegre del tintineo de platos y cubiertos. Deseó estar en ese momento allí dentro. Por extraño que pareciera, August Macke sintió entonces mucha paz y felicidad.
Sendero de belleza infinita
Te abres con tanta dulzura ante mí
Que rozar tu senda bajos mis pies
Grabaría en mí eternas huellas templadas
Me duele dejarte de lado y no cruzar tu umbral
No confundirme con tus purpúreas curvas
Y acabar fundido en las doradas luces de tu noche
Algo cabizbajo dio media vuelta y, sin hacer el menor ruido, se dirigió a la salida del parque por otro camino. Miraba absorto de frente, como no queriendo que ninguna otra visión borrara la escena que acababa de vivir. Yo lo miré por un instante y pasé junto a él con mi bicicleta de niña de doce años. Pedaleé con más fuerza: era tarde, casi la hora de cenar y hacía ya bastante frío. Me dirigía a la casa de mi abuelo, quedaba aún un último trecho. El caminito rojo, así lo llamábamos. Cerré los ojos. Me conocía el sendero de memoria. Extendí los brazos y noté el frescor en mi piel y las ramas de los árboles acariciar las palmas de mis manos, había algunas piedras y hoyos, así que volvía a sujetar el manillar…Era el último trecho hacia mi destino. Tan feliz era que no pensé en nada más.
En aquellos días no supimos más de aquel joven pintor, salvo que mi abuelo se sintió muy orgulloso de ver su casa en aquel cuadro, ¡claro que él nunca entendió lo del Expresionismo y ni siquiera había escuchado que existía Der Blaue Reiter!.
Tras la primavera, el verano revistió el parque de un cálido dorado, la casita brillaba aún más con los rayos del sol. Mi abuelo deseó que August volviera por allí para plasmar aquellos nuevos tonos y enseñarle nuevos ángulos de su casa. Pero no regresó más. Antes de llegar el otoño, August murió en la guerra, dejando huérfano a aquel sendero en el Parque. Los árboles del otoño lloraron su ausencia con lágrimas de hojas secas que caían incesantes. No recuerdo una estación tan triste y ver pasar a la gente tan abatida, quizás era también porque vivíamos en plena guerra. El abuelo también falleció tiempo después, nos expropiaron la casa y yo olvidé mi bicicleta yaciendo oxidada en el trastero.
Al paso de los años, en mi época de estudiante universitaria, pude recuperar aquella imagen y aquel camino a través de la postal que tengo hoy en mis manos. Un sendero en el que se entrelazaron, una tarde de primavera, los sueños inacabados de un joven artista con los de una niña en bicicleta que llegaba tarde. Aún hoy, a mis años, sigo creyendo que el destino se esconde detrás de la intensa brevedad de momentos tan felices como aquel que vivió August Macke al caer la tarde.